Aquellas noches en las
que no sabemos cuál es nuestra esencia, ésta es una de ellas. Muchas veces me
sentaba frente a mi computadora y tecleaba con frenesí como si una voz risueña
me dictara lo que yo debía escribir, exactamente cada palabra fluía de mis
manos como sale un animal encerrado por mucho tiempo. Pasaron un par de años y
yo dejé de escribir, no porque no quisiera, sino porque esa voz se había
callado, había desaparecido por completo. Hoy, ésta noche vuelvo a escribir, no
porque la voz haya vuelto a aparecer, sino porque siento que no tengo
escapatoria, éste es mi único remedio.
Vivo en una ciudad que
se caracteriza por tener miles de habitantes. ¿Por qué digo miles? Millones de
habitantes. Millones de caras, cuerpos y almas desconocidos. Millones de voces
que nuestro cerebro no conoce. Te encuentras caminando y usando el transporte
público igual que todos aquellos desconocidos. Haces tus tareas cotidianas,
trabajas, cocinas, comes, estudias, lees, escuchas música. Y sientes, sí,
también sientes, como lo hacen todos ellos, aunque queramos escaparnos por la
tangente del tema; si, todos sentimos, todos los millones de desconocidos
sienten, al igual que yo. Es una acción inherente a nuestra existencia, pero un
tema tan fácil de desviar, tan difícil de encarar. ¿Por qué nos aterra tanto lo
que siente el otro?
Habrá varias razones,
pero en este caso, me rodea una, me está tocando en la espalda y cuando volteo
para ver, no se muestra. La infantil razón es que no me quieran. Mi miedo
mayor. O mejor dicho, que me quieran y luego me dejen de querer. Me aterra el
sólo pensar en involucrarme con alguien y luego que ese alguien desaparezca,
ponga excusas o simplemente me diga la verdad, la horrible y cruda verdad que
todos, sin importar de que fuerte metal esté hecha nuestra armadura, odiamos.
La terrible verdad es: “no siento nada”.
Cómo nos golpea en la
cara esta frase de tres miserables palabras. No puedo dejar de tenerle miedo,
pero a veces siento que no merezco que sea de otra manera.